Universidad

Es curioso observar hasta qué punto se ha degradado la institución universitaria.

En la sociedad es más que palpable la sensación de inutilidad, de pérdida de tiempo y dinero que supone cursar los estudios universitarios, todo ello cristalizado ya en un dicho de sabiduría popular: universidad, fábrica de parados. Ciertamente, el pueblo no hace más que reflejar una realidad incontestable para la mayoría de las titulaciones. Pero en el fondo de ese discurso, no sólo se critica la incapacidad de ofrecer un trabajo más seguro o mejor que en principio deberían promenter los cursos universitarios debido a su coste, sino que se está realizando una feroz crítica al esfuerzo que se invierte por lograrlo. Y aunque sería interesante conocer las raíces de este menosprecio por el esfuerzo -más todavía en este país infestado de picaresca hasta sus raíces, en el que la mezquindad se hace laurel para quien la practica-, creo que lo más importante es resaltar que todo ello ha llevado a menospreciar a un titulado, a no que no sea valorado por la sociedad, a tratarlo como un iluso, un ingenuo, un idiota.

Una sociedad que no honra el esfuerzo ni a las personas que lo realizan, que iza el pendón de «que inventen otros», no creo que vaya por buen camino.

Pero la degradación de la institución reside también en su seno.

En primer lugar, la universidad no satisface las espectativas que generan a quienes ingresan en ella, ya que si bien esta se promociona como templo de saber o cumbre de la labor intelectual de este país, la realidad es bien distinta y triste: campo de batalla por intereses personales (o de departamentos) en el que el expediente académico es mero trámite frente a la capacidad de humillarse, de adular o de pisar cabezas. Así pues, las facultades se me antojan más llenas de gente mediocre pero dócil frente a unas normas no escritas, que ocupadas por verdaderos profesionales, los mejores, capacitados para ocupar esos puestos. Parece que en este país la universidad utiliza el campo de la docencia no para ayudar al alumnado o para ofrecer una formación, sino como pretexto para financiar sus propios fines y buscar renombre. Y es que es más que patente que los profesores sienten las clases más como una carga que como su verdadera función académica. Es vox populi entre los universitarios.

Por otro lado, las titulaciones no proporcionan la formación necesaria para afrontar un mercado laboral cada día más competitivo -una formación no sólo en déficit en su contenido, también en sus pobres medios-, sino que más bien se presentan como un prólogo a una formación mucho más larga si es que se quiere conseguir algo más que tener un título colgado en la pared o la satisfacción personal de tenerlo.

Todo ello sin contar los miles de problemas cotidianos que lleva consigo la dramática cotidianidad universitaria.

Parece que se olvidan, a pesar de su más que cuestionable autonomía, de que son un servicio público, que está sustentada entre todos y que esto nos da el derecho a exigir su mejor funcionamiento, porque de momento no es privada y no puede hacer lo que le venga en gana.

A mi juicio, se hace más que necesaria una profunda reforma, no un lavado de cara más. La universidad debe cumplir un papel y no sólo aparentarlo, debe ofrecer hechos, no promesas. Para eso ya existen los políticos y los demagogos.

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