En respuesta a Morir hoy en día.
Hasta hace menos de un siglo, la cultura occidental dominate giraba en torno a los valores cristianos, en términos de Nietzsche, lo apolíneo dominaba sobre lo dionisíaco. Una tradición fundada en una moral que castiga los placeres de la vida y la voluntad de hombre, con la excusa de una vida posterior trufada de gloria y beatitud. La negación de la vida. Pero el auge de la sociedad de consumo, el establecimiento del neoliberalismo como modelo de vida, de la cosificación y el hedonismo, nos han llevado al otro extremo. Estamos enfermos de vida.
Nuestra sociedad es intolerante a la muerte. Vivimos sin pensar que todo esto tiene un fin, que moriremos, que lo harán las personas que nos quieren y a las que queremos, que todos nosotros, sin excepción, transitaremos hasta el olvido. Renunciamos a una de las características definitorias de la humanidad, su conciencia de finitud. Vivimos aferrados a la alegría y el dolor de la presencia, incluyendo a esa forma tan sutil llamada recuerdo, tratando de esquivar el vacío de aquella persona que se va siendo querida. Olvidamos que vivir es perder, que nacemos como mármol puro que los años mutila para darnos forma. Duele, es el precio por esta oportunidad de tenerlo todo.
El COVID-19 es ahora el espejo perfecto que muestra nuestras grietas frente a la muerte. Y a la vida. Ahora, en este confinamiento que parece una eternidad encapsulada, empezamos a aceptar el valor de las ausencias, despreciamos lo superfluo como eje de nuestra voluntad y comenzamos a darnos cuenta, de que la vida no iba de lo que estábamos haciendo. Es otra cosa.
Pasarán estos dias de intimidad obligada, volveremos heridos a esa rutina apasionante de lágito o moneda, corriendo el riego de olvidar, en el frenesí esclavista, todo lo aprendido. Si no queremos volver al punto de partida, al arrepentimiento, a las grietas sin remedio, deberíamos empezar a vivir ya una vida con menos mal amor y más buena muerte.